Bailaora como la que más. Cantaora como ninguna. Bálsamo para días grises. Lumbre a la que arrimarse cuando el corazón anda a la caza de una mijita de calor del bueno.
Y es que no hay lugar en mi cabeza que albergue veranos más azules ni pueblos más blancos que en ella. Ni callejas estrechas con más encanto, ni con más flores, ni más empinás.
Tampoco tiene anchura mi memoria para amaneceres por carretera de más belleza que aquellos en los que el Lorenzo pinta de ocre y verde aceituna la línea que separa la tierra yerma del cielo.
La de Lorca, Picasso y Velázquez. La de Machado, Paco de Lucía y Camarón.
La de Carrasco, Sanz, Sabina o Alborán. Y es que, en palabras de ‘El flaco de Úbeda’, «En arte, delirios y osadía, no conozco un parnaso tan frutal».
La de mi abuela y sus potajes. La de mi abuelo y su olivar. Que aunque no canten por bulería, ni pinten, toquen la guitarra, o escriban poesía… deberían ser de igual forma patrimonio cultural.
La del miarma, carajote y malafollá. Sin olvidarme —¿Cómo podría?— del No ni ná. ¿Acaso pueden tres negaciones juntas acabar siendo una afirmación en toda regla? En Andalucía todo es posible, dejémonos de chuminás.
La de Cái. El que canta la Pastori, que pone los pelos como escarpias. Pero también el de las tortillas de camarones con copita de manzanilla La Gitana de Casa Balbino, en Sanlúcar. El de la jartá de kilómetros mañaneros en la Playa de los Bateles en Conil —pa’ hacer hueco y hambre— y (re) desayunar dos o tres veces más tarde. O el que «se bebe el sol que hay en la brisa marinera» cuando atardece en El Palmar y una maldice tener que despertarse de ese sueño. Ay, mi Cái.
Y ay (mi) Graná. Con sus churros en Bib-Rambla y sus incontables rincones con vistas a la Alhambra. Mojarse los labios con el almíbar de media docena —o fácilmente docena y media— de piononos de Santa Fé. Recorrer cámara en mano Lanjarón y Pampaneira. Viajar en el tiempo hasta el cine más westerniano de John Ford y sentirse entre Marte y el Lejano Oeste pisando los badlands de Guadix.
La de los 43 grados a la sombra. Pero y qué bonita es la Mezquita de Córdoba.
La que, sin importar la época del año, siempre tiene un coló espesiá.
La de Punta Umbría a Cabo de Gata. Eso sí, siempre con espacio de sobra en el móvil y en la maleta. Lo primero, para las chorrocientas fotos en Nerja, Mijas y Frigiliana. Lo segundo, para arrasar con platos, vasos y vasijas a mansalva, de Úbeda o Aracena. Y ya que nos ponemos, márchenme también un Jabuguito de Huelva.
Si ya lo cantaba la Carrá. «Para hacer bien el amor hay que venir al sur»…
Y aunque puede que esta carta no sea del todo objetiva, —pues en mi casa no se pronuncian las “s” finales y mi sangre es verde y blanca, aparte de colorá— no tengo pruebas, pero tampoco dudas, cuando digo que Andalucía es billete de ida al más memorables de los estíos.
Porque así como hay fragancias que desaparecen sin apenas dejar rastro, Andalucía tiene el más peligroso de los perfumes, ese que atenta contra la piel, atravesándola hasta lo más jondo. Un inconfundible aroma a verano eterno, a siesta a deshora, a baile sin descanso.
Supongo que por eso, a Andalucía no se va. Se vuelve. Como en aquel tango de Gardel.