A menudo me pregunto cómo será eso de salir al mundo y no contarlo. Dejar el móvil a un lado. Olvidarlo sin querer cargando en la mesita de noche de algún hotel con vistas y no volver corriendo tras él. O mejor aún, abandonarlo allí voluntariosamente con el único y firme propósito de desconectar por una más que buena y merecida causa: Viajar y vivir. O viceversa.
Y aunque reconozco que soy de las que viaja con el ‘modo avión’ una vez en destino para que el disfrute del momento presente no se vea empañado de interrupciones whatsappiles, instagramiles o de cualquier otra índole —y ya de paso para que al teléfono le dure más la batería, todo sea dicho— me sigue reconcomiendo un cierto sentimiento de culpa cuando viajo pegada al celular.
“Vivimos muy rápido. Ya no respiramos lento, ya no nos sentamos frente al mar sin esta necesidad de decírselo a alguien…” rezan los primeros cuatro versos de aquel poema de Patricia Benito que he leído y releído cientos de veces.
Y aunque a estas alturas de la película no sepa discernir con claridad si es más por decírselo a alguien o por contárselo a una misma, el caso es que esa necesidad existe. Es real. Y es tangible. Se siente en el estómago como una suerte de urgencia de la que no logro escapar, mientras me pierdo entre paisajes desconocidos, deambulando entre calles, aromas, rostros forasteros… y palabras e historias que busco y que a la vez no dejan de buscarme a mí.
Algo indescifrable se apodera de mis entrañas y me urge la imperiosa necesidad de sacar el dichoso aparato para fotografiar y apuntar en las notas cuatro pinceladas rápidas de ese ‘algo’ que más tarde —si con suerte el planning del día lo permite— retomaré gustosamente y sin prisa en algún café recóndito donde poder “sumergirme en el arte de forma desesperada, emborrachándome con tinta mientras otros lo hacen con vino”, como decía Flaubert.
No sabría definir con exactitud desde cuándo me ocurre tal cosa. Diría que desde siempre. Me recuerdo ya de niña (y no tan niña) garabateando frases y anécdotas curiosas en un tesoro de libretilla de tapas amarillas que me acompañó varios veranos de mi infancia y adolescencia, haciendo más llevaderas las vacaciones con mis padres y mis tíos recorriendo Asturias, Galicia, Almería, Cantabria o La Manga del Mar Menor.
Pero volviendo a lo del ‘placer culpable’. ¿Se puede viajar y ya?—me sigo preguntando. Sin esta necesidad de desnudar un cachito de lo que se piensa y de lo que se siente en todos aquellos lugares que por algún u otro motivo nos erizan la piel, nos pellizcan el alma… cuando viajamos.
Y aunque me resulte casi inconcebible llevar a la práctica tamaña disciplina, supongo que la respuesta es sí. Se puede. Pero es que yo no quiero…
Yo prefiero aferrarme a aquello que decía Rosa Montero de que “Para vivir tenemos que narrarnos, somos un producto de nuestra imaginación. Nuestra memoria en realidad es un invento, un cuento que vamos reescribiendo cada día (…). Contarnos lo que fuimos el uno para el otro, decirnos todas las palabras bellas necesarias, construir puentes sobre las fisuras, desbrozar el paisaje de maleza. Y hay que tallar ese relato redondo en la piedra sepulcral de nuestra memoria”.
Apretar el botón del asombro, de la búsqueda. Y dejar de vivir apegado a lo que ya sucede, sino a aquello que se decide mirar por propia voluntad.
Viajar para vivir. Vivir para viajar. Explorar nuevos parajes, observar lo inobservable, ser peregrinos de esa belleza escondida en las pequeñas cosas, impregnarse de ella y celebrarla a cada paso. Dialogar con los lugares y sus gentes, reescribir el cuento y reconciliarse con el mundo. Descubrir que no todo está dicho ni visto. Volver a casa con muchas más preguntas que certezas. Abrir el corazón de par en par para que entre bien la luz. Liberar el alma y ensanchar la mente. Vivir, que no sobrevivir.
Vivir para narrar. Narrar casi para respirar.
Viajar para contar. ¿Acaso existe otra manera?