Si algo les enseñó aquella pandemia, es que después de aquella emergencia mundial, ya nada sería (o al menos no debería) ser igual que antes. A marchas forzadas, aprendieron no solo a ser más solidarios y responsables entre ellos, sino también con el planeta. Aprendieron a priorizar por fin la humanidad y la naturaleza por encima del crecimiento económico y tecnológico. A cuidar de sus bosques, sus ríos, sus lagos y sus montañas. A mimar cada una de las flores que componían aquellos paisajes rebosantes de luz y color. A velar por cada una de las criaturillas que bailaban en aquellas cristalinas aguas, revoloteaban sobre sus cabezas o habitaban, como ellos, la Tierra. Los humanos aprendieron por fin, no solo a darse la mano entre ellos, sino a abrazar todo lo que ya era mucho antes de que ellos fuesen.
Aquel cambio inesperado de guión, les brindó el tiempo suficiente para pensar y reflexionar en casa sobre el nuevo mundo que querrían habitar a partir de ahora. Así que llenaron sus mochilas llenitas a reventar de ganas y más ganas de salir al exterior, de perderse en plena naturaleza, de caminar y descubrir nuevas rutas y senderos de mar y montaña, de cruzar ríos, de pisar charcos, de exprimirle los minutos y segundos al sol, de dejarse cautivar por cielos despejados cada vez más descontaminados, de respirar el aire más puro en años, de inyectarse el planeta en vena, de sentir la inmensidad de la VIDA… de desconectar, para volver a conectar.