Suena Ella Fitgerald en un viejo tocadiscos del jardín. El reloj -que ha dejado de retarnos a carreras imposibles desde que hemos puesto un pie en este oasis de piedra envuelto en naturaleza- apenas marca las ocho de la tarde y la luz que se desprende de esa mágica “hora azul” mientras el sol se pone en el horizonte, se clava en nuestras pupilas.
Nos sentamos a la mesa sin más propósito que el de olvidar una semana intensa de trabajo y la caravana de dos horas desde Barcelona para llegar hasta aquí. Sin otro plan que el de abandonarnos durante dos días al disfrute de no hacer nada. Sin más voluntad que la de poner un único rumbo en el GPS: celebrar cinco años de amor. ¿Y qué mejor que empezar este viaje con un atardecer y una cena de ensueño?
Eirene nos recibe a la mesa para contarnos lo que Donatello ha cocinado esta noche para nosotros. Empezaremos con una degustación de aceite de la zona con pan casero de nueces y un par de aperitivos fríos. Luego harán los honores un huevo de corral a baja temperatura con parmentier de guisantes, unos gnocchis con butifarra negra y salsa de brócoli y almendras, y un lomo de salmón marinado en espuma de manzana.
Para poner el broche de oro a esta promesa de escapada rural que desde ya sabe a infinito, un tiramisú.
Tras el festín, un paseo bajo un manto cubierto de estrellas por las casi 3 hectáreas de terreno de la finca y a dormir de la forma más placentera que existe en verano: con las ventanas abiertas de par en par, el canto de los grillos y las sábanas hasta las orejas.
A la mañana siguiente, los primeros rayos de sol se cuelan por las rendijas de las persianas y nos dan los buenos días. Amanece en la suite de la Masía Can Pou, el refugio perfecto para aquellos que miran al pasado con nostalgia y disfrutan del lujo sin artificios, con la firme convicción de que antes todo era «más de verdad».
Desayunar, sin ir más lejos. Cocina de proximidad, producto de su propia huerta… Cruasanes recién salidos del horno, pan de nueces hecho con cariño en sus fogones, mermeladas, galletas y yogures caseros, y una tortilla con los huevos frescos recién cogidos del corral, de un amarillo intenso que ya podrían incluir en la paleta de colores Pantone.
Además, hoy tengo premio: una tarta de almendra sin gluten, jugosa y sabrosa a partes iguales con la que me hacen los ojos chiribitas y la boca agua. Y es que Donatello hace las delicias de todo el que se aloja en su casa. Porque si algo es Can Pou, es precisamente eso, sentirse todo el rato como en casa.
Aprovecho para charlar con Eirene mientras nos sirve el café. Le pregunto por la masía y por el amor que hay detrás de cada detalle. Nos cuenta que fue amor a primera vista, Donatello y ella se enamoraron perdidamente de ella tras dos años buscando masías por la zona al volver de Canadá a Barcelona. Después de trece años cerrada y en pie desde el siglo XVII, la pareja decidió darle vida en 2018 poniendo rumbo a su sueño común: “abrir las puertas de nuestra casa para que la gente pudiera descansar, desconectar y comer bien”.
Can Pou cuenta con 7 habitaciones dobles que conservan el estilo y la identidad propia de la masía, una de ellas suite, además de un apartamento para cuatro personas. Lugares salpicados de piedra y madera ajenos al tiempo que cobijan relatos propios entre sus paredes y donde la temperatura -especialmente en verano- es simplemente ideal.
Las vistas al valle son impresionantes. El verde intenso de la sierra de Rocacorba y sus alrededores es hipnótico. Nos sentamos unos minutos a contemplar, respirar profundo y disfrutar de ese bálsamo para los ojos. Tiempo, pausa y silencio. ¿Acaso hay algo más a lo que aspirar?
Veníamos con ganas de explorar y disfrutar de las infinitas rutas de senderismo que hay en el Valle de Llémena, un valle desconocido a caballo entre las comarcas del Gironès y la Garrotxa lleno de paz y belleza a raudales, cuyo paisaje volcánico, bosques incontables y pozas y gargantas de agua, le hacen a una la existencia más feliz. Aunque en verano no tanto, porque las altas temperaturas hacen prácticamente inviable perderse durante horas bajo un sol abrasador.
Lo que sí haremos, aunque no haya caminata previa, es deleitarnos con una buena carne a la brasa y otras exquisiteces de cuina cassolana en Can Joan d’Adri, uno de los restaurantes más concurridos del valle. Y cuando el Lorenzo descienda en el horizonte y empiece a asomar esa brisilla que a ratos pide ‘rebequilla por si refresca‘, nos acercaremos hasta La barraca de Can Xinet y pediremos en su foodtruck una copa de vino o una cerveza bien fresquita en pleno entorno natural mientras atardece.
Lo que está claro es que a la Masía Can Pou habrá que volver en otoño o invierno para disfrutar de todo lo que ofrece esta tierra de masías antiguas envueltas en verde, y ya de paso, disfrutar también del calor de la lumbre en esa llar de foc tan apetecible e ideal en compañía de un buen libro, una infusión calentita o el arsenal de juegos de mesa que Eirene y Donatello han puesto a disposición de sus huéspedes en una de las zonas comunes de la masía.
Pero mientras tanto, vamos a olvidarnos del mañana, porque hoy solo será hoy. Así que escogemos el mejor rincón donde habitar el presente, leer sin prisa y poner en práctica ese arte tan italiano del ‘dolce far niente’: la piscina de Can Pou, una cita con el verano en vena.
Aquí se olvida una rápido de los quehaceres mundanos y reina un solo mandamiento: celebrar la calma y la belleza. Caminar descalza, bañarse al son de las chicharras, crear recuerdos imborrables cada siete de julio en nombre del amor, escribir estas líneas pensando en una única cosa: mientras el mundo siga girando ahí fuera, yo solo quiero estar aquí, ahora y así.