Nadie dijo que volver a casa fuera tarea fácil. Y ya no hablo de esa llamada ‘depresión post-vacacional’ que a menudo experimentamos en nuestras carnes, sino de la peliculita de ciencia ficción que vivimos el sábado para llegar al aeropuerto y coger el vuelo Fez – Barcelona.
Nuestras dos últimas horas en Marruecos empiezan tal que así…
Una expedición por medio Fez maleta en mano, subiendo cuestas y sudando la gota gorda desde el Riad hasta un terraplén abandonado utilizado como punto de encuentro para coches, ya que los vehículos no pueden entrar en la medina. Un taxi reservado desde el Riad que no llega y una tarjeta SIM marroquí que después de seis días funcionando a la perfección, justo cuando la necesitas para hacer una llamada de socorro no funciona. Una conversación en francésingléspañol con unos albañiles de la calle para pedir ayuda (los únicos locales despiertos a las 10h de la mañana porque lo de madrugar en Ramadán no se lleva).
Uno de ellos cogiendo una moto y marchándose cagando leches mientras el otro no deja de decirnos “no problema, amigo” en bucle. David de los nervios diciendo que prefiere no mirar el reloj (queda menos de una hora para despegar y estamos en Cancún del norte). El de la motillo que vuelve con un señor octogenario montado detrás, que podría ser su padre o me atrevería a decir que hasta su abuelo. El anciano bajándose de la moto a duras penas, saca unas llaves de su túnica y nos dice que le sigamos hasta una furgoneta destartalada, sucia y polvorienta más vieja que Matusalén. Su mirada inquisitiva al abrir el maletero de esa cascarria mugrienta, que sin mediar palabra, entendemos como invitación.
La furgoneta que se atasca en un pedazo de socavón y los albañiles ayudando a empujar. David y yo en el asiento de atrás contemplando la estampa mientras queda poco más de media hora para que salga el vuelo. El fósil a pedales tomando finalmente carretera y nosotros pidiéndole al viejo en todos los idiomas posibles que corra como si no hubiera un mañana. El viejo saltándose una rotonda tras otra y yo viendo mi vida pasar 200 veces.
En una de ellas, nos parece cruzarnos con el chófer en el mismo volvo negro que nos recogió el primer día del aeropuerto ¿Sería él quien tenía que recogernos hoy también? Tendría todo el sentido del mundo…
Cruzamos una mirada, nos ha visto. Da media vuelta y empieza a seguirnos. Persecución peliculera made in Marruecos. El volvo negro intenta envestir a la cascarria en varias ocasiones hasta que en una de los trescientas rotondas de camino al aeropuerto, mete un frenazo y hace placaje frontal para que la furgoneta no pueda avanzar. Cabe recalcar que el sujeto en cuestión va vestido entero de negro -gafas de sol incluídas- pareciendo Will Smith en Men in Black. Sale del coche en medio de la rotonda, abre el maletero de la cascarria como Pedro por su casa y empieza a sacar todos nuestros bártulos sin importarle la fila de coches pitando detrás.
El viejo pegando gritos hasta en arameo y David y yo con medio cuerpo dentro de la furgoneta y el otro fuera sin dar crédito. “Chiquillo, ¿Qué hacemos???!!”
Rebuscamos en el monedero los cuatro billetujos y monedas que nos quedan para pagarle algo al pobre hombre. Men in Black se cuesca de la historia y viene hacia nosotros con la directa puesta soltando en un perfecto inglés “Don’t talk to him, don’t pay him”.
El caso es que al menda lerenda y a mí nos va el riesgo. Nos hemos llevao medio Marruecos a casa entre cerámica, bolsos y souvenirs varios, y un poco más y no nos llega ni para el taxi. Así que visto lo visto… Lo que nos queda en el monedero lo guardamos para el Will Smith fasí después de su noble hazaña.
Nos montamos en el volvo. Le pedimos a Will que arranque el Batmóvil y vuele. Llegamos en 15 minutos y trescientos microinfartos al aeropuerto. No tenemos tarjeta de embarque. Air Arabia es tan maravillosa que no te deja hacer el check-in online. Galopamos hasta el mostrador, por suerte no hay cola. Por desgracia, nos toca el simpático de turno. Nos sopla 600 dírhams (cincuenta y pico euros) de más por llevar mochila además de maleta. Cuál tontuna sideral habiendo volado de la misma forma en el vuelo de ida y con la misma compañía sin problema de equipaje alguno. Empujo disimuladamente con el pie la bolsa de veinte kilos y medio de cerámica que llevamos a cuestas y que el amable señor de Air Arabia no ha visto, mientras le sonrío gustosamente por desangrarme la cuenta corriente 15 minutos antes de que salga el vuelo.
Intentamos pagar con todas las tarjetas que llevamos encima, pero el datáfono no funciona. Vaya, qué casualidad… “Vayan ustedes a buscar un cajero, que de aquí no despega ni el Tato como no soltéis antes la pastuca.”
David sigue entrenando para su maratón de mayo cruzándose aeropuerto y medio hasta encontrar un bendito ATM, mientras yo rezo para que Alá sea piadoso con nosotros y no nos quedemos en tierra. Y ya de paso para que el simpático del mostrador no levante el culo de la silla y le dé por descubrir la salvajá de platos y vajillas varias que llevo en la bolsa de cuadros.
Dinero en mano y todos contentos (sobre todo el simpático, claro). Los cien metros lisos hasta la puerta de embarque. Pasaporte. Pasaporte. Pasaporte. PCR. Vacuna. Pasaporte. Cómo me lo vuelvan a pedir te juro que se lo estampo.
Last call to Barcelona. Pa’ dentro. Cierre de puertas. 3, 2, 1… Despegamos.
Ay Fez, qué hermosa eres.