La batalla estaba servida entre la diosa de la sabiduría y el dios del mar. Y es que por aquel entonces, cada dios o divinidad solía tener por costumbre -igual que puede uno tener la costumbre de echarse la siesta el domingo o de tomarse un vermut al sol- la de tener bajo el brazo, la protección de una ciudad. Lo que viene siendo ser patrón de una ciudad, vamos.
¿Y qué pasaba si casualmente varios dioses se encaprichaban de la misma? Pues que se liaba la Marimorena, que por aquellos tiempos ya existía también, y no solo en Navidad. Fue el caso de Atenea y Poseidón, a los que mira tú por dónde, se les metió entre ceja y ceja hacerse con la capital griega.
Por aquel entonces, la mayoría de contiendas de esa índole ya solían llevarse a cabo con el efectivo método del “a ver quién la tiene más grande” también utilizado muy frecuentemente en la actualidad. Así que para solventar la disputa en cuestión, se decidió realizar un concurso en el que cada uno debería demostrar sus poderes al pueblo. El ganador sería aquel que ofreciera el regalo más preciado a los atenienses.
El día de la competición, que tuvo lugar en la Acrópolis con los diez dioses del Olimpo allí presentes, Poseidón clavó su tridente en el suelo y comenzó a brotar agua. Una enorme ola de agua salada que acabó formando un lago. Luego le tocó a Atenea, que más chula que un ocho, plantó un olivo que creció rápidamente dando sus preciosos frutos, las aceitunas.
Mentiría la leyenda, si contara que la batallita estuvo muy reñida, pues entre poder tener aceite, aceitunas, madera para calentarse y para hacer muebles… O tener mar, del que precisamente la ciudad ya disfrutaba, pues la cosa estaba bastante clara.
Así que finalmente la custodia de la metrópolis se la llevó Atenea. Y de ahí que a la ciudad la conozcamos hoy como Atenas, en honor a su protectora, como también se construyó posteriormente el Partenón, dedicado a la diosa.