Hicimos un trato. Yo acepté cenar fondue de queso una noche -a pesar de mi intolerancia a la lactosa y de lo doloroso que sería aguantar a alguien devorando semejante pecado capital delante de mis narices mientras yo rebaño el plato con las migajas de pan, pepinillos y tomates cherry a palo seco pensados exclusivamente para pinchar y mojar en esa mezcla asesina de fromages français- y él a cambio me llevaría al Museo Lumière y a visitar alguna de las librerías más emblemáticas de la ciudad.
No veía el momento. Y es que yo entre cine y libros soy feliz, como un niño al que le prometen llevarle el domingo al parque de atracciones con free pass de chocolate y golosinas.
Al llegar al número 6 de la rue de la Platière, en la zona del quai Saint-Antoine, me mira con una mueca de regocijo. Hemos llegado.
Los ojos me hacen chirivitas. Aquella librería era mucho mejor de lo que había imaginado en mi cabeza. Supongo que por algo la llamaban La Bibliothèque de la Cité.
Un hombre vestido de azul con una larga trenza me sujeta la puerta.
“Allez-y mademoiselle”.
La cantidad de libros que hay allí dentro es vertiginosa. Recorremos en silencio sepulcral cada rincón de este oasis de palabras con más de 500 referencias literarias de autores nacidos en el área de Ródano-Alpes. Me pierdo entre centenares de novelas mientras él se zambulle en la sección de cómics policiacos y de acción.
Al cabo de un buen rato, como si nos hubiéramos leído el pensamiento, nos miramos cada uno desde una esquina de la sala más grande de la segunda planta con la misma proposición indecente en mente: ¿Bajamos a hacer un café?
Pero son ya más de las 12h y en Francia, a esas horas, más que café, se bebe vino.
– Deux verres de vin rouge, s’il vous plaît.
Nos sentamos en la barra frente a la ventana, observando a la gente de fuera pasar como dos auténticos voyeurs. El cartero nos saluda desde la puerta. Qué ironía. Somos dos turistas contemplando a más turistas desde el otro lado del cristal.