«Al lugar donde has sido feliz, no debieras tratar de volver».
Y claro, quién soy yo para contradecir tal cosa si lo dice Sabina. Aunque discrepo enormemente, porque yo me muero por volver a Koh Chang.
Y es que todos tenemos un lugar en la memoria en el que fuimos inmensamente felices y recordamos con especial morriña y devoción. Y el que diga lo contrario, miente como un bellaco.
Un lugar fetén. Como aquel verano del 97 cronometrando rigurosamente bajo la sombrilla las dos horas reglamentarias de digestión —tan absolutamente necesarias según tu madre— para volver al agua, después de devorar la tortilla de patatas y el tupper rancio de sandía. O tus primeras vacaciones adolescentes al libre albedrío poniéndote morao a pescaíto frito en el sur con los amigos de siempre, un puñado de carcajadas y las sobremesas más largas del mundo. O aquella noche, cuando después de beberte hasta el agua de los floreros, te subiste al escenario de aquel antro que ya nunca más volvió a ser el mismo, y lo diste todo cual Beyoncé.
Un lugar único y excepcional. Aunque probablemente también tremendamente idealizado e irrepetible en el tiempo.
El mío se llama Koh Chang. Una isla perdida entre Tailandia y Camboya salpicada de playas de ensueño y pueblos costeros, algunos de ellos construidos sobre palafitos.
Koh Chang y yo nos conocimos un bonito noviembre de hace seis años de pura chiripa, como el verdadero amor, que llega cuando menos te lo esperas. Yo andaba huyendo de un tremendo monzón que había echado por tierra —además de la mitad del techo de mi hotel— mi idílica estancia en la isla tailandesa de Koh Samui. Tras veinti nosecuantas horas tirada en un aeropuerto con mi mochila sin saber dónde poner el huevo, un alemán con ganas de palique se acercó a pedirme fuego y me habló por primera vez de aquella isla perdida en la frontera con Camboya. De todo su interesantísimo speech me quedé con 4 palabras: DIRECT FLIGHT FROM HERE (vuelo directo desde aquí). Y pies para qué los quiero, si tengo alas para volar…
Fue así como me planté en «La isla elefante», su traducción en tailandés. Un lugar de espectaculérrimas playas y puestas de sol donde el tiempo no existe y mi única obligación era la de menear el body orilla arriba orilla abajo pa‘ hacer gana de comerme el monstruoso desayuno que me esperaba frente al mar. Huevos en todas y cada una de sus variedades, tostadas de varios tipos de pan, salchichas, bacon, cereales, leche, zumo, café, doscientas cuarenta y siete clases de infusiones y tés… Y todas las frutas del mundo mundial que pueda una imaginar. Todo por el irrisorio precio de 100 bahts (unos 2 euros y medio).
Un lugar escandalosamente feliz en el recuerdo en el que me di el primer guantazo en moto y me atreví a hacerme mi primer tatuaje, sin saber si saldría viva de aquello.
Así que Sabina dirá lo que quiera, pero…