Se esconde el sol y el cielo poco a poco se oscurece. Las luces de la ciudad -o de la misma luna llena que brilla allí al fondo hipnotizante- se compensan con la luz natural que le queda al día, que va tiñéndose de azules, mientras el resto de colores se saturan, invadiendo de tonos crepusculares el horizonte.
Entonces, en ese preciso instante, ocurre la magia. Ahí. A esos escasos minutos entre la puesta del astro rey y la llegada de la noche.
Supongo que hay momentos, que igual que se graban en la tarjeta de una cámara, se le incrustan a uno en la retina, de forma que si cierras los ojos no importa cuán lejos estés, te arrastran de casa haciéndote volar kilómetros y kilómetros.
Como aquella tarde de enero en el Peloponeso, donde tuvo lugar la última ‘hora azul’.