Nos bastó cruzar la puerta de la medina para saber que aquel sería el oasis de nuestro viaje, un rincón de remanso y paz entre nuestra abrupta llegada a Marrakech llena de engaños y regateo, y la agotadora ruta por el desierto que nos esperaba días después. Nos bastaron unas gotas de perfume del océano, para saber con certeza que aquel lugar nos estaba brindando una segunda oportunidad, la de empezar de cero nuestra experiencia en Marruecos.
Serían poco más de las cuatro de la tarde. El olor a salitre inundaba las calles y un reluciente color azul dominaba una ciudad de fachadas descascarilladas por el viento. Todo era azul en Essaouira. Las puertas, las ventanas, las barandas, los zócalos de las paredes… caminábamos atónitas observando aquel paraíso que se abría ante nuestros ojos de camino al Riad. Solo esperábamos que en éste tuviéramos por lo menos una puerta en la habitación con un candado que no estuviera roto, por aquello de tener un poco más de intimidad y que cualquiera no pudiera abrirla de par en par.
Habíamos tomado un autobús local desde Marrakech y el viaje había durado algo más de tres horas y media. Al poner los pies en la ciudad, unos pequeños ojos negros robaron mi atención. No se apartaban de mí, suplicando una caricia a voces. No pude contenerme. La mirada de aquel perro eran tan intensa, que mis pupilas se perdieron en las suyas mientras mi mano rozaba su lomo y su boca dibujaba una especie de sonrisa junto a un “gracias” mudo.
Preguntamos por el nombre del Riad y empezamos la ruta hasta nuestro alojamiento. El perro no se separaba de mí. Si me detenía a tomar una fotografía él también lo hacía, si me apresuraba a preguntar a alguien cómo continuar el camino, él venía tras de mí. Lo más curioso es que al adentrarnos en los pequeñas callejuelas color azul que rodeaban el zoco y titubear ante derecha o izquierda en cada una de las doscientas bifurcaciones que encontramos, él siempre tomaba primero el camino. Luego volvía la cabeza y me miraba con esa mirada penetrante e inquisitiva con la que nos habíamos conocido minutos antes, como si me preguntara “¿Vienes?”
Propuse a Laura y Vanesa seguir al perro. En aquel momento seguro que me tomaron por loca, lo sé. Pero de alguna forma, sentía que él nos guiaría hasta nuestro destino sin necesidad de utilizar el mapa o preguntar a alguien cada dos minutos. Al poco rato el perro se detuvo frente a una puerta color azul. Maison du Vent, decía un cartelito de madera que colgaba en la parte de arriba balanceándose. Voilà, habíamos llegado.
Paz, calma, relax… Azul a bocajarro y desayunos slow con vistas al mar. ¿Cómo no quedarse allí a vivir?
La llamaban La ciudad del viento. Y a diferencia del insoportable calor de Marrakech en agosto, la brisa marina de Essaouira nos regaló las noches más frescas de nuestro viaje, de las de taparse con edredón, un verdadero lujo antes de partir de expedición al Sáhara. Las gaviotas revoloteaban nuestras cabezas, las olas rompían fuerte contra las rocas, los niños pellizcaban los últimos minutos al atardecer en la orilla jugando al balón y decenas de barcas azules de madera descansaban ancladas en el puerto esperando poner rumbo nuevo con las primeras luces del día. Sus dueños andaban ahora atareados vendiendo y asando pescado fresco con la caída del sol. Y por supuesto, no pudimos resistirnos a probarlo.
La llamaban la ciudad del viento. Y lo cierto es que aquella bocanada de Atlántico, nos regaló la paz y la dosis de energía que necesitábamos antes de girar la veleta en busca de otro de los lugares más mágicos de Marruecos: el desierto.