La primera vez que vine al Pirineo aragonés tendría cuatro o cinco años. Desde entonces, mis queridos padres, fervientes apasionados de la zona, me habrán traído por estos lares entre doscientas y trescientas veces.
A principios de julio, tuvimos el placer de dar a conocer este tesoro de Aragón (y digo ‘tuvimos’ hablando en plural, porque mis señores padres también vinieron —convirtiéndose sin saberlo— en los fotógrafos oficiales de Cuentos Viajeros) a la persona que yo conozco que más AMA la montaña del mundo mundial.
En efecto, sí. Se trata del muchacho de la foto. Que no cabe en sí ante tanta belleza y naturaleza junta.
Al llegar a la cascada del Sorrosal, en Broto, se lo he advertí.
—No hiperventiles, cariñín, pero ahora vas a ver una cosa con la que se te va a hacer la boca agua (nunca mejor dicho).
No había terminado la frase mientras doblábamos el último tramo del sendero, cuando él ya estaba como el emoticono del whatsapp de los corazones en los ojos. Pero yo no me refería a la brutal cascada en sí —que también— sino a la espectacular vía ferrata que hay junto a la cascada que permite trepar por el barranco, cruzarlo por un puente de cable, saltar las pozas o hasta atravesar parte de la pared por una cueva artificial.
Ahora dice que en menos de lo que canta un gallo, cuando volvamos por allí otra vez —que parece que será más temprano que tarde— que me vaya preparando para calzarme un buen arnés y un casco para trepar cual Tarzán suicida la jungla pirinaica.
(Ay omá pa’ qué lo habré traído yo aquí… ¡Si yo solo quería una fotito en la cascada!)
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