Érase una vez una oficina. Una, por cierto, bastante más sugerente y atractiva que la de ahora.
Una oficina donde los relojes no existían, y más que preocuparme propiamente por las horas del día quejándome de todo lo que no tenía tiempo de hacer, me ocupaba de exprimir cada minuto como si no hubiera un mañana, tratando de inyectar en ellos dosis de experiencias alucinantes.
Una oficina donde el calendario se llenaba de viajes, no de reuniones de Zoom. Y en la mochila solo cabían ganas.
Una oficina donde el escritorio se pisaba lo justo, para abrir de vez en cuando una nueva entrada en el blog en la que contar el último periplo, hacer saber a tus padres que seguías viva y seguir desgastando la tecla de ‘intro’ al meterte en skyscanner y darle al botón de comprar.
Una oficina donde la vida se medía con sonrisa de oreja a oreja, mapa en mano y un ‘¿Pa’ dónde nos vamos?’
Una oficina sin máquina de café, ni reunión de prioridades a las once, ni ‘casual Friday’. Donde estaba permitido vestir en shorts y zapatillas o chanclas durante todo el año, donde no hacía falta salir a fumarse un cigarrillo a la terraza para despejarse porque el mar, el mismísimo desierto u otros rincones de infarto siempre eran ‘casa’. Donde no había un jefe al que criticar, sino un montón de gente con incluso (más) ganas que tú de comerse el mundo con la que reír, compartir y seguir bailándole a la vida.
Una oficina donde, -utopía de muchos, realidad de pocos- el moreno duraba 365 días.
Pero una oficina algo peligrosa también, donde abundaban a diario las serpientes, los cocodrilos, los tiburones o hasta arañas con las patas más largas que yo. Aunque donde, por aquel entonces, no había bichitos impertinentes que boicotearan constantemente todos tus planes o te obligaran a embadurnarte ocho veces al día las pezuñas de gel hidroalcohólico.
Sí… Quizá, mirándolo con perspectiva, podría hasta parecer que el cambio en estos tres años no ha sido precisamente a mejor. Que la buena vida era aquella y no ésta. Que quién tuviera ahora un ‘DeLorean’ pa’ volverse hoy mismo a aquellos tiempos mozos cabeza abajo (o «Down Under» que suena más chic). Que, tierra trágame y escúpeme ahora mismo por aquellos montes aborígenes.
Sin embargo, después de pensarlo mucho, me he dado cuenta de algo sumamente terrible. Algo esencial e indispensable que sí le faltaba a aquella oficina en Las Antípodas aparentemente ideal y maravillosa… Que no es otra cosa que ese gustirrinín que le entra a una por toas’ sus carnes cuando a pocos minutos de acabar la jornada le sueltas a tu vecino de mesa, al grupo de amigos de whastapp o a tu santísima madre mientras te pones la chaqueta con una mano y le mandas un audio con la otra : ‘¡POR FIN ES VIERNES!’
Y eso, queridos míos, no tiene precio. Eso, ni lo presto ni lo vendo, como dicen Carlos Vives y Alejandro Sanz en su última canción.
Y es que en aquella oficina australiana, cada día era viernes. ¿Podéis imaginar tal desventura?!
En fin, lo dicho. ¡Que feliz viernes!