Tenía una extraña costumbre. La extraña costumbre de subirse en cada uno de los carruseles con los que se cruzaba. Y no habían sido pocos, especialmente en Francia, donde abundan más que el mismísimo pain au chocolat. París, Bordeaux, Toulouse, Nantes, Rennes, Montpellier… en todos ellos le había sacado brillo -en algunos casos en repetidas ocasiones- a uno de los “caballitos” con sus posaderas.
No era la primera vez que le llamaban la atención al intentar subirse a uno. ¿Quién dijo que fueran exclusivamente para niños? Supongo que en el fondo, seguía sintiéndose -a ratos- uno de ellos, aunque estuviera a punto de decir adiós de los veintitodos. ¿Acaso hay algún cartel que prohíba específicamente la entrada a adultos como para que le miren a uno con cara de acelga cuando se dirige a la caseta a comprar una entrada?
Esa mañana, en Lyon, tuvo suerte. Serían las 12 y media de la mañana cuando al bajar por la Montée de la Grande-Côte, escuchó aquel vals desafinado a lo lejos. Giró a la izquierda y apresuró su paso. Aquella melodía era inconfundible. Debía tratarse de uno de ellos. Otro más para su colección. Al llegar a la Place de la Croix Rousse, voilà, allí estaba. Completamente vacío.
Se acercó a la caseta.
– Bonjour, un billet s’il vous plaît.
La «madame» en cuestión no le puso pega alguna, le devolvió dos monedas de cambio y siguió leyendo su periódico sin rechistar.
Su favorito era el caballo blanco. Y a pesar de que cada carrusel tenía figuras distintas, no consentía subirse en cualquier otro que no fuera el blanco. Cuando estaba ocupado, esperaba a la siguiente vuelta o a todas las que hicieran falta, hasta poder galopar en su corcel favorito.
Era la primera vez que se subía completamente sola. Aquel último lunes del año, durante el viaje circular de dos minutos y medio, pensó varias cosas.
La primera, que qué suerte poder pasar así el último lunes del año.
La segunda, que esto de dar vueltas y vueltas sobre algo, es una de las mayores metáforas que existen de la estupidez humana.
Luego recordó, que una vez alguien le contó por qué en España al carrusel lo llaman tiovivo. Y es que según parece, en el verano de 1830 y algo, hubo en Madrid un brote de cólera y Esteban Fernández, más conocido como el Tío Esteban, que regentaba un carrusel con cuatro caballos en el Paseo de las Delicias, murió. El día de su entierro, cuando el cortejo fúnebre pasó justo delante de sus caballitos, el presunto fallecido empezó a golpear el ataúd como si no hubiera mañana, gritando “¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo!”. De ahí que su atracción pasara a ser conocida como los caballitos del tío vivo.
Le gustaban muchas cosas de Francia, pero nada como la creatividad española para poner nombres a las cosas.