De cuando éramos caracoles y recorríamos el mapa con la casa a cuestas.
De cuando el alba era nuestra alarma, y las puestas de sol el mejor Netflix que uno podía tener. Y encima gratis, sin suscripción y sin compromiso de permanencia.
De cuando no teníamos exprimidor para nuestro zumo mañanero, y sin embargo, le exprimíamos hasta el último segundo a los días.
De cuando aquella tarde de hace ya unos cuantos viernes, tumbados y descalzos en la parte trasera de una Volkswagen California, nos dimos cuenta de algo.
Que la vida no espera, que no pide permiso, y tampoco perdón. Que la vida simplemente es. Así, a secas. Y que tienes dos opciones, agarrarla bien fuerte o dejarla pasar. Y que puestos a escoger, pues que mejor escogemos la primera ¿No? Porque si algo tiene la vida, aunque haya años que nos hagan creer lo contrario, es que puede ser maravillosa.
Igual de maravillosa que la cena improvisada que nos pegamos en aquella recóndita cala ‘française’ de cuyo nombre no quiero acordarme.
Igual de maravilloso que el susto que nos pegó la policía a la mañana siguiente cuando aporréo el cristal para preguntarnos si habíámos pasado la noche allí, y tú y yo, con los pelos locos y las legañas todavia puestas, lo negamos rotundamente.
¿Acaso no va la vida de eso?
«Que no pierde quien se rompe los nudillos viviendo,
pierde quien tiene los huesos intactos de no dejarse tocar»