La primera gran aventura de este viaje que tenemos por delante comienza hoy, en nuestro tercer día fuera de casa. El 10 de agosto volamos de Barcelona a Bangkok y allí cogimos un segundo vuelo interno al norte del país, a Chiang Rai. En el aeropuerto nos esperaba una furgoneta que nos llevaría a Chiang Khong, donde haríamos noche para saborear a partes iguales el primer Pad Thai de muchos y el primer diluvio universal también de muchos, antes de cruzar al día siguiente la frontera con Laos.
Pasar la frontera en un país del sudeste asiático puede resultar una hazaña sobrehumana, algo equiparable a cualquiera de las doce pruebas de Hércules como matar al león de Nemea o capturar a la cierva de Cerinea. No es tarea fácil y mucho menos rápida, sobretodo si no estás dispuesto a que te tomen el pelo cobrándote más dinero de la cuenta.
Empezamos por cambiar unos cuantos euros a kips, la moneda laosiana, y comenzamos a rellenar un sinfín de papelitos para salir de Tailandia y entrar en el país vecino. Luego nos toca esperar indefinidamente a un bus que nos deje “oficialmente” en Laos, porque aunque la aduana esté a poco más de treinta metros de nosotros, no se nos permite caminar libremente en la considerada “Tierra de nadie” entre ambos países. Una vez en el lado de Laos, comienza la segunda fase hercúlea: una foto de carné, otra foto con webcam, pasaporte, 35 dólares, formulario de inmigración, tropecientas huellas dactilares… y por fin el sello. Todo eso a ritmo laosiano, que ríete tú de aquel anuncio de Malibú en el Caribe del “me estás estresaaando”. Al terminar semejante calvario, nos esperan otras cuantas horas de furgoneta hasta llegar a Luang Namtha. A la vista está, en este viaje nos vamos a tomar muy en serio lo del #slowtravel.
Hacemos noche en Luang Namtha y a la mañana siguiente salimos temprano para iniciar un trekking de dos días que es lo que esperamos con más ganas de todo el viaje, para poder vivir y experimentar de cerca la selva laosiana.
Los paisajes son impresionantes. Las fotos no hacen ni la mitad de justicia a lo que es estar allí literalmente perdido en medio de la jungla, rodeado de vegetación gigante y de tropecientos sonidos de pájaros y otras criaturas salvajes. Me siento Mowgli en el mismísimo Libro de la selva.
“Busca lo mas vital nomás,
Lo que es necesidad nomas,
Y olvídate de la preocupacióóóón…”
Tras algunas horas de ascenso, hacemos una parada para comer. Vamos con dos guías de la zona a quién les ha parecido encontrar el lugar idóneo para ponerse a hacer fuego y ya de paso una pausa para repostar. A la lluvia también le ha parecido oportuno hacer acto de presencia.
Aprovechamos para hacernos una foto de grupo e inmortalizar ese gran momento “secta chubasqueril” patrocinado por Quechua.
Meh, Xuah y Noy (así se llaman nuestros guías) se dividen la ardua tarea de alimentar a las doce almas famélicas que los acompañan. Mientras uno de ellos está entretenido con el fuego, el otro coge algunas hojas de bananero y nos reparte una a cada uno. Estamos ojipláticos observando al tercero en discordia, que despliega un banquete improvisado sobre dos troncos y empieza a preparar el que será nuestro manjar de hoy: arroz, bambú, setas y búfalo asado. ¡Hora de comer!
Proseguimos la ruta. El barro no es algo que nos preocupe a estas alturas de la película. Hemos empezado con sumo cuidado de no manchar la puntita de nuestras botas relucientes recién estrenadas, pero ahora parecemos las hermanas de Rambo.
Al atardecer llegamos al poblado. Nos vamos directos al río a enjuagarnos un poco la cara y lavar las botas en el marrón cristalino del Mekong, luego dejamos las mochilas en la cabaña donde pasaremos la noche.
Se dice, se comenta, que si alguien se quiere duchar puede utilizar el cobertizo de madera frente al río. Aquello suena como música celestial para nuestros oídos y se desata una batalla campal por ponerse el siguiente a la cola. Cuando llega mi turno es ya casi de noche y el cobertizo está totalmente a oscuras, así que no se me ocurre mejor momento para estrenar mi luz frontal de Dora la Exploradora. Verme allí dentro lavándome con los restos de un bidón de agua, un cazo y una linterna incrustada en la frente me hacen sentir como Marty McFly en Regreso al futuro. Si viera mi abuela la verdadera razón por la que no he ido a verla al pueblo este verano, le daba un soponcio.
Cenamos a la luz de las velas. El menú es arroz, verduras cocidas y pollo. Meh, el guía más hablador, aprovecha la velada para hablarnos de la tribu Kuma, descendiente de los Jemeres Rojos cuando en el s.XIV invadieron parte de Tailandia y Laos. Nos cuenta que no creen en Buda, sino en el animismo y en los espíritus. Que ponen un cuenco de arroz como ofrenda para la buena cosecha. Que cuando alguien de la tribu muere, esperan diez días antes de enterrarlo. Y que celebran la muerte comiendo y bebiendo, pero sin fiesta, sin palmas, sin bailes o cantes.
Meh nos explica también que para ellos es vital tener hijos porque luego son los que velan por la familia. Y que si a los tres años de casados la mujer no se ha quedado embarazada, se disuelve el matrimonio.
Poco después saca una botella del whisky laosiano que elaboran ellos mismos y nos invita a unas cuantas rondas de chupitos. Ahora quiere que le contemos nosotros cosas de los europeos, a qué edad nos casamos, cómo funciona nuestro sistema educativo….
A la mañana siguiente, tras un plato más de arroz para terminar de ralentizar el tránsito intestinal de las últimas 48 horas, iniciamos el descenso. Bueno, o eso creíamos nosotros, porque hay una ley universal que dice que todo lo que sube, baja. Pero en este caso, parece que se han olvidado decirnos que la ruta es otra diferente a la de ayer. Así que entre las agujetas de ayer, las pocas horas mal dormidas y el cansancio acumulado del “Pekín Express” que llevamos a las espaldas desde que salimos de suelo catalán, la jornada se hace dura y esta vez la subida es mucho más pronunciada. Suerte que tenemos a Vero, alias “la flautista del Mekong”, que se ha pasado los dos días soplándole al palo de bambú que nos han dado para el trekking y animando al grupo entero.
El segundo día nos pilla la lluvia intensa, esa que celebrábamos no haber pillado el día anterior. Claro que después de vadear no sé cuántos ríos, pegarse unos cuantos culetazos y llevar barro hasta las cejas, ya no nos viene de unas trombas más de agua en el cuerpo. También tenemos algún que otro encuentro con sanguijuelas para acabar de hacer el recorrido más memorable si cabe.
Al cabo de unas horas llegamos a la civilización. Este trekking ha sido una auténtica aventura y solo es la primera del gran viaje que tenemos por delante.
«¡Espartanos! ¡Recordad este día valientes, pues nadie podrá arrebatároslo jamás!»