Es más de media noche y el termómetro del taxi roza los cuarenta grados. Hemos estado una hora pasando controles de aduana y estamos agotadas, suerte que al final decidimos contratar la recogida en el aeropuerto para que nos llevaran directas al riad.
El taxista no ha dicho ni mú. Llevaba un cartel con mi nombre, así que no ha sido difícil identificarlo a la salida. Con un breve gesto de “hola” con la cabeza, nos ha hecho seguirle atravesando todo el parking del aeropuerto hasta llegar a un Renault 21 metalizado, probablemente más viejo que cualquiera de nosotras tres.
El trayecto en coche es breve, apenas quince minutos. “Qué tranquilo todo”, dice Laura. Normal, es casi la 1 de la madrugada. De repente, como si el hombre silencioso que llevo conduciendo a mi izquierda nos hubiera entendido y quisiera demostrarnos lo contrario, cruzamos una gran avenida y nos adentramos en el caos más ruidoso que pudiéramos imaginar.
El taxi pega un frenazo y se para en medio de una especie de rotonda en la que nadie o, mejor dicho, todos a la vez, tienen prioridad. El taxista, que no ha mediado palabra en todo el viaje se baja de un portazo y deducimos que hemos llegado al destino. Al bajar aparece Hossam, el chico del riad con el que había hablado por whatsapp dos días antes al hacer la reserva. Me estrecha la mano y me doy cuenta de que tendrá como mucho 17 o 18 años. El maletero está abierto, y antes de que pueda presentarles a Hossam a mis amigas, alguien se acerca con decisión hasta el coche, mete rápidamente nuestras maletas en una carretilla y sale corriendo. Cuando vuelvo a girar la cabeza para preguntar a Hossam si es alguien del hotel, ya no está. Tampoco el taxi. Ni el taxista. Se han esfumado todos haciendo gala del mejor truco de ilusionismo visto hasta el momento.
Echamos a correr detrás del carro sin perderlo de vista. Atravesar esa rotonda es algo así como una prueba de fuego. Los transeúntes se lanzan a la calzada, los coches no esperan y hay bicicletas y triciclos circulando en todas direcciones. Nos quedamos paralizadas en un trozo de acera sin saber cómo y cuándo dar el paso, pero no queremos perder el carro de vista, así que en un intento desesperado nos arrojamos literalmente a la carretera y que pase lo que tenga que pasar. Nos casi-atropellan unas siete veces, pero logramos salir vivas de esa cruzada y continuar la persecución de las maletas. Logramos acercarnos al dueño de la carretilla y le preguntamos al muchacho entre gritos si es del hotel o no y a dónde se está llevando nuestras pertenencias. Repetimos el cuestionario en inglés, francés, español… pero el chico ni se inmuta. Al torcer por una de las calles apresura todavía más el paso y de pronto, como si alguien hubiera frotado la lámpara de Aladín en nuestras narices, un humo blanco impacta contra nuestras caras y por un momento dejamos de ver con claridad. Un sonido de castañuelas metálicas que hasta ahora sólo se escuchaba de fondo, se vuelve ensordecedor. Multitud de vendedores ambulantes vestidos con túnicas y grandes sombreros de flecos de colores se acercan a nosotras ofreciéndonos flores, cremas, bolsos, pañuelos… o directamente la mano en busca de limosna. Las músicas y los cantes tradicionales se solapan en corrillos formando una amalgama acústica perfecta a la que contribuyen cientos de pequeñas luces, olores, humaredas y multitud de gentes que vienen y van a lo largo y ancho de la plaza de Jamma el Fna, el lugar más importante de la medina, donde se desarrolla la vida pública de Marrakech durante el día, pero sobre todo, durante la noche.
Contadores de cuentos, encantadores de serpientes, acróbatas, bailarines,… todo tiene cabida en esta plaza coronada por el alminar de la mezquita Kutubía cuando cae el sol, inundada también de puestos de comida, zumos de frutas, especias o caracoles, entre otros.
Tras cruzar la inmensa plaza, nos adentramos en un interminable laberinto de estrechos callejones oscuros pidiéndole a Alá y a todos los dioses que estén despiertos a esas intempestivas horas, que se termine ya la cámara oculta y podamos recuperar nuestro equipaje. O por lo menos dormir en algún sitio sanas y salvas. Esta vez es la carretilla la que pega un frenazo. El muchacho señala con la mano la puerta que tenemos en frente y se pierde de nuevo presumiendo de esa asombrosa capacidad para la volatilización que tienen los marroquíes.
Una mano de fátima corona la puerta de madera junto al carro. Llamamos y esperamos. Al cabo de unos segundos los ojos de Hossam aparecen tras la ranura.
“Salam Alikoum, bienvenues à Marrakech”.