Toda historia de amor tiene un principio que merece ser contado y el de ésta se remonta a un cinco de enero dentro de un autobús. Serían poco más de las seis de la tarde cuando mi avión aterrizó en Melbourne. Al salir del aeropuerto cogí aquel autobús hasta el centro, dejé mi maleta en la parte de abajo y subí las escaleras que conducen al segundo piso. Nuestras miradas se cruzaron durante un breve lapso de tiempo, el suficiente para sentir que no era la primera vez que mis ojos se encontraban con lo suyos. Algo en él me resultaba extrañamente familiar. Dudé por un momento qué asiento escoger y finalmente pasé tímidamente por su lado y me senté dos asientos más atrás. ¿Era realmente quién pensaba? No iba a poder quedarme con esa incertidumbre durante todo mi viaje. Tenía que decirle algo antes de perderlo. Antes de dejar que se escapara por la puerta de aquel autobús rojo y se esfumara entre la multitud.
Querido lector, si por un momento llegaste a pensar que este capítulo narra el tórrido romance melburniano entre el héroe solitario de Jungla de cristal y una servidora, me veo en la obligación de aclarar ciertos puntos antes de continuar. Primero de todo, quisiera agradecerte la confianza depositada en mí, no debe ser tarea fácil ligarse a Bruce Willis en veinte minutos de autobús. De modo que, gracias por la parte que me toca. En segundo lugar y a riesgo de que dejes de seguir leyendo esta historia tras haber truncado tus sueños a escasos segundos de llegar al clímax de esta lectura, quisiera sincerarme contigo y desvelarte un secreto. Cumplí con mi cometido. Fui tras él y no dejé que se esfumara sin más al salir de aquel autobús. Pero no, no era Bruce Willis. Se llamaba Andrew y era de Melbourne. Pero eso es algo que sólo sabemos tú y yo. Tú, como recompensa por haber llegado hasta el segundo párrafo de este relato (¡Gracias de nuevo, amigo!) y yo, que fui quién se llevó el chasco cuando quise inmortalizar el momento junto al rey de las películas de acción. Y como de confesiones va la cosa, te diré también que la foto me la hice de todas formas. Así que ahora tengo una selfie con Andrew de Melbourne, el hombre que se parecía a Bruce Willis.
Decía Woody Allen en su magnífica apertura de Manhattan que sentimentalizaba desmesuradamente e idolatraba de un modo desproporcionado la ciudad de Nueva York. Y sin ánimo de establecer una comparativa con “la ciudad que nunca duerme” ni mucho menos pretender meterlas en el mismo saco, no se me ocurre mejor forma de definir lo que me pasa a mí desde aquel cinco de enero, cuando al bajar del autobús pisé Melbourne y caí rendida a sus pies.
En el clásico de Allen, George Gershwin hacía los honores con su Rhapsody in Blue. Aquí los honores los hacen rostros anónimos que tocan y cantan en cada rincón y hacen latir la ciudad con sus versiones de Ed Sheeran, James Blunt, Take That o el mítico Listen to your heart de Roxette. Yo paseo embobada todavía con mi maleta al son de las diferentes bandas sonoras que me acompañan en el camino a mi alojamiento. Al pasar por Queensbridge, uno de los puentes que cruzan el río Yarra, no puedo evitar detenerme de nuevo para tomar una foto de la puesta de sol con el skyline de fondo.
Antigua capital del país y elegida cuatro veces consecutivas como la mejor ciudad para vivir del mundo, Melbourne consigue atraparte desde el primer minuto. Su arquitectura es peculiar, podría describirse como una mezcla entre ferviente conservadurismo e insaciable modernidad. Los edificios antiguos (considerando “antigüedad” 181 años de historia, claro) conviven con los más ultra modernos. Una amalgama perfecta entre pasado y futuro. Me pierdo en sus calles y siento que cada fachada me cuenta una historia distinta sobre un determinado espacio en el tiempo.
La ciudad tiene un tamaño muy agradable, ideal para recorrerla a pie. Los tranvías, las bicicletas y los peatones que como yo deciden deambular sus callejuelas como mejor opción para conocer sus entresijos e impregnarse de su magia, conviven en armoniosa sincronía, como si se tratara de una simulación de ciudad perfecta.
Parece que Melbourne lo tiene todo. Jardines y parques enormes dónde poder desconectar de la urbe, un río que cruza la ciudad y a su vez varios puentes que cruzan ésta de lado a lado, un sistema de tranvías totalmente gratuito que conecta los diferentes puntos del centro, músicos y artesanos regalando su talento en cada esquina, y una inmensidad de cafés y restaurantes dónde interrumpir la jornada para sentarse a contemplar el ir y venir de sus gentes, vivo ejemplo de la multiculturalidad. Tiene uno la sensación de que la ciudad te recibe con los brazos abiertos, de que aquí hay espacio para todo el mundo.
Pero si algo me seduce de esta apasionante metrópoli australiana, es la cultura que se respira a cada paso que das. No hay una calle sin un museo, una escultura, una exposición, un grafitti, un teatro, un cine, un musical… una muestra de ARTE, sea cuál sea su forma. Salgo de la oficina de turismo con un arsenal de folletos y catálogos con todo lo que se cuece en la ciudad esos días, ¡Y no es poco! Voy a tener que organizarme si quiero ver la mitad de lo que me han recomendado.
En mi segundo día de descubrimiento melburniano me dejo caer por la State Library, la biblioteca estatal de Victoria. El turismo bibliotecario es algo que me gusta practicar a menudo. A otros les da por probar vinos o frecuentar cementerios, a mí me chifla lo de perderme en bibliotecas o librerías escondidas. Y es que al final el turismo es mucho más que visitar sólo lugares representativos de una ciudad, es conocer a fondo su historia, su legado. El interior es impresionante, las horas vuelan de libro en libro, de sala en sala, de piso en piso…
Al salir voy en busca de un sitio para comer y decido perderme por las famosas laneways, callejuelas con sabor a espresso y focaccia, y tiendas de lo más “trendy” y “cool”. El verdadero hechizo de Melbourne no reside en otra cosa que en su extraña mezcla entre varios mundos. Tan parecida a algunas ciudades europeas, se siente uno en sus calles confundido, pero a la vez como en casa. ¿Imaginas bajar caminando los Campos Elíseos en busca de los mejores macarons de París? ¿Consumir la tarde entre vinilos de Jimmy Hendrix, Sex Pistols o The Smiths en una de esas tiendas prohibitivas y escondidas bajo tierra de Liverpool? ¿Deleitarse con un buen Rioja y una tapa de jamón en algún rincón castizo de la Gran Vía madrileña? ¿O hasta comerse unos taglietelle al gorgonzola en el mismísimo Trastevere de Roma? En Melbourne todo es posible.
Para rebajar semejante banquete, nada como un paseo por St. Kilda o Brigthon Beach, la famosa playa por sus casitas de madera multicolor.
En mi último día de viaje, el aroma a café me embriaga mientras los pastelitos de nata y crema compiten con el croissant y el pane al cioccolato por ser los primeros en abandonar la vitrina. El cappuccino, el espresso, el latte y el macchiato recorren la barra con prisa ansiosos por mojar los labios de los que esperan al otro lado. Yo contemplo la coreografía desde un rincón de la cafetería Brunetti, en el barrio de Carlton, al norte de la ciudad. Una guarida italiana perfecta para sacar mi cuaderno y anotar unas cuantas vivencias de estos días en la “Marvellous Melbourne”. Ahora entiendo por qué la llaman así. Y es que esta ciudad tiene mucho de maravillosa…
Al salir del café no puedo evitar cruzar la acera para entrar a echar un vistazo en Readings, otro de esos rincones no apto para bibliófilos deseosos de nuevos tesoros. La mañana se evapora recorriendo Lygon Street hasta llegar al barrio de Fitzroy, la esencia del Melbourne más hipster y alternativo. Las tiendas de ropa y accesorios de segunda mano, las barbas y los looks retro invaden este nido de estilo vintage, que al caer la noche se transforma y vibra al son de las jam sessions en los mejores top roofs (terrazas) de la ciudad.
Toda historia de amor tiene un principio que merece ser contado y el de ésta se remonta a un cinco de enero dentro de un autobús. Dicen que Melbourne no entiende de medias tintas. O la amas o la odias. A mí me robó el corazón.