Suena “Is this love” de Bob Marley y del retrovisor cuelga un símbolo de la paz que se balancea con el vaivén del coche al son del dumping de guitarra del jamaicano. En el maletero no cabe una aguja, llevamos provisiones para unos cuantos días y todo el equipamiento necesario para acampar durante nuestra ruta. La tabla de surf nos delata, nos vamos de road trip por la costa este australiana, al norte de Sydney. Abróchense los cinturones, esto no ha hecho mas que empezar.
El reloj marca las dos y media de la tarde del primer día del año cuando abandonamos la ciudad, no hemos podido emprender nuestro viaje más temprano porque la noche anterior fue larga. Muy larga. Sobre todo cuando llegamos a casa tras celebrar Nochevieja y no pudimos entrar porque la llave no abría la puerta. Lo que viene después es de ciencia ficción. Está claro que lo de pasar unas Navidades diferentes este año se ha cumplido al pie de le letra. Este país no deja de sorprenderme.
Llegamos a la zona de Seal Rocks tras casi cuatro horas de viaje y una parada para comer. Acampamos en Treachery y de allí nos iremos moviendo por las diferentes playas de la región. Parece que la madre naturaleza está de nuestra parte y quiere que vivamos y sintamos esta experiencia de lleno, por eso ha decidido privarnos de cobertura móvil conforme nos hemos ido adentrando en el bosque. Estamos completamente incomunicados, los teléfonos se han quedado sin ninguna señal. Vaya, no sabéis la pena que nos da tener que someternos a semejante desintoxicación digital por unos días y poder al fin disfrutar de la vida real. Abandonamos todo rastro de tecnología 2.0 en la guantera del coche y nos ponemos con lo importante: montar el campamento. No hay tiempo que perder, tenemos que hacerlo antes de que anochezca.
Del maletero empiezan a desfilar un sinfín de varillas metálicas de todos los tamaños, telas, plásticos, estacas, colchones inflables, un toldo, un martillo, un protector de lluvia… Ante tal estampa, mi amiga Laura, que ha venido de Barcelona para pasar las Navidades conmigo, y yo nos miramos con cara de póquer sin saber por dónde empezar. La cosa promete, esto va a ser un drama similar o incluso peor al de montar un comedor de Ikea. ¿Comenzamos por el Cirkustält o introducimos primero el Fjälkinge en el Tunholmen? La parodia está servida. Y después de no haber dormido nada la noche anterior no os quiero ni contar la que se puede armar.
Sin embargo, contra todo pronóstico, a veces el karma te sorprende y resulta que sin saberlo, teníamos entre nosotros a un perfecto conocedor del mundo de la acampada. Sí, ese es Lucas, el mismo que ha conducido todo el camino, el tercer mosquetero de esta aventura y principal impulsor de ella. Quién me propuso este viaje hace dos semanas, cuando nos conocimos tomando un helado. Así es Australia, la improvisación se vuelve genialidad.
Bajo las órdenes de nuestro técnico especialista en montaje de tiendas en un periquete, terminamos nuestro asentamiento mucho antes de lo esperado y podemos bajar a la playa a surfear y contemplar la magnífica puesta de sol. Las vistas son espectaculares y tenemos la playa sólo para nosotros. ¿Qué más se puede pedir?
Al caer el sol volvemos a la tienda a preparar algo de cenar mientras los grillos y las cigarras entonan la banda sonora para esta noche. El camping gas no funciona tan rápido como esperábamos y finamente los huevos que pusimos a hervir para la cena tendremos que comérnoslos mañana para el desayuno. Don’t worry be happy, si ya lo decía Bob Marley unas horas antes en el coche… Ya es negra la noche y empieza a hacer frío. Nos sentamos alrededor del fuego para calentarnos y contemplar expectantes sin poder cerrar la boca el paraíso que se extiende sobre nuestras cabezas.
Las olas del mar y el sonido de los animales del bosque acompañan el crepitar del fuego en su baile de llamas mientras consume la leña. Naturaleza en estado puro. Y yo sin poder apartar la vista de semejante coreografía, me siento afortunada y pienso que «qué bonito».
Qué bonito correr por la playa descalza y gritar. Gritar fuerte. Y sentir el viento en la cara. Y el aroma a mar y a montaña.
Qué bonito despertarte a las tantas de la mañana porque algún animal del bosque decida plantarse en tu tienda. Y acordarse de lo que pasa en las películas… y dejar volar la imaginación. Y partirse de miedo y de risa a la vez.
Y que dos palos se conviertan en espadas. Y jugar como niños, simulando la mejor de las batallas. Y matar monstruos con Jonhy Cash de fondo.
Qué bonito que llueva. Que llueva tan fuerte que el sonido de las gotas de agua golpeando la tienda no te deje dormir.
Qué bonito mirar el mar desde la orilla y de pronto ver delfines, así, sin esperarlo.
Qué bonito saltar. Saltar tan alto que casi toques con la punta de los dedos el sol cuando juega a esconderse.
Y contemplar las estrellas con hilo musical de fondo y que de pronto suene esa canción que hace mucho que no escuchabas. Y te levantes y te pongas a bailar como una posesa alrededor del fuego simulando una danza africana. Y reír hasta decir basta. Pero no decirlo. Y seguir riendo.
Qué bonito perderse y alejarse de todo. Desconectarse del mundo para conectarse con la tierra. Observar el universo y sentirte insignificante, una mota de polvo que se desvanece ante la inmensidad del todo. O de la nada.
Qué bonito exprimir hasta el último segundo la noche. Quitarte el sueño a puñetazos, pero no querer irte a dormir hasta escuchar el último crujir de las brasas ardiendo. Hasta ver consumirse las últimas cenizas del fuego.
Y como el fuego y las cenizas, pensar en el dónde y en el cómo consumir la vida. TU vida.
Qué bonito vivir.